viernes, 22 de septiembre de 2006

El perro trepatejados

     

 
El perro trepatejados es un fenómeno que se da en los pueblos, como el tonto perpetuo en la plaza, las señoras con bolsas de plástico en la cabeza al mínimo atisbo de lluvia o el supuesto amigo que cada vez que vas te pregunta “¿ya estás aquí? (hecho obvio) y al momento “¿cuándo te vas?”

    En mi pueblo tengo localizados ahora mismo tres perros trepatejados y uno de ellos pachón, lo que es más curioso, dada la torpeza de esta raza. Un amigo tuvo un pachón al que le daban pánico las escaleras, no comprendía esa posibilidad de ascenso y sólo consiguieron que las subiera en brazos. O sea, que no lo consiguieron.

    Los pobres perros trepatejados suelen pasar mucho tiempo recluidos en corrales con fácil acceso al tejado (unas alpacas, unos capazos apilados en las terrazas) y aburridos y tal vez envidiosos de los gatos, terminan por arriesgarse a la aventura.

    Esto no pasaría si en los pueblos tuviéramos esa costumbre urbana de sacar a pasear a los perros, acción considerada por allí hasta hace poco cosa de gente fina, indolente y de forasteros. Los perros se sacaban a pasear a sí mismos si es que podían. Mi perra, salvo cuando estaba en celo, abría la puerta de la calle poniéndose a dos patas y no regresaba hasta que le llegaba el hambre o el aburrimiento. A veces me la cruzaba trotando por el pueblo junto a otros tres o cuatro perros sin que pareciera que tuvieran algún destino concreto, como mis amigos y yo, que sufríamos el mismo problema pero sin trote. En esas circunstancias, cuando iba en compañía, mi perra me ignoraba, como si le diera vergüenza saludar.

    Cuando mi perra estaba en celo mi madre la ataba en el corral, lo que no impedía que la mitad de los perros del pueblo vinieran a mearse en la puerta de la casa. Mi madre combatía el olor de esas meadas con lejía y el mítico zotal. Y una botella de fanta de dos litros llena de agua en la puerta. Se lo había dicho una vecina. Los perros se meaban también en la botella.

    La sencilla botella de agua se ha considerado un gran remedio para varios problemas. A veces las he visto colgando de los almendros. Pero no sé para qué.

    Luego está su variante, la bolsa de agua. Un verano, en el bar de la piscina municipal, tenían un buen número de bolsas de agua colgando del techado. Le pregunté a uno de los camareros para qué servían.

    -Hombre, eso es para espantar a las moscas.
    -¿Por qué? ¿Llevan algún líquido que las espante?
    -No, hombre, eso es porque ellas se acercan a la bolsa y claro, se ven feas en el reflejo y se espantan. Mírate, hombre, mírate. Ya verás como te ves feo.
    -No gracias, no hace falta.

    Y fue entonces cuando aprendí la vertiente esteticista de las moscas, que además será el título de mi próxima novela.

    Pero hay que reconocer que a las bolsas de agua no se acercaban las moscas. Lo malo era que a los platos de caracoles sí y la verdad, bolsas de aguas pedíamos pocas pero platos de caracoles unos cuantos.

    En fin, que no termino de imaginarme lo que sentirá un gato que cuando sestea en su tejado se encuentra con uno de estos curiosos perros trepatejados.

sábado, 17 de junio de 2006

Ser de Albacete en Madrid

 Ser albaceteño en Madrid es ser un emigrante que no da ni pena, porque a la que te quejas siempre hay un gallego o un canario que te recuerda que vives al lado. Somos emigrantes como de opereta porque un emigrante que puede tomarse el desayuno en su casa del pueblo y comer en el trabajo, y todo ello sin coger un avión, es siempre desdeñado por la emigración más lejana.


Así nos ven en Madrid y así también en Albacete cuando nos vamos. Ya ni la familia se espera a ver marchar el tren. Te dejan en la puerta de la estación y como con prisa te plantan dos besos o ni eso. Y si regresas a tu tierra antes de que pasen dos meses no faltará quien te espete, desde una desconfianza absoluta en la traslación de los cuerpos y en los billetes de ida y vuelta:
-¿Pero ya estás aquí? ¿No te habías ido?
Y entonces te encoges de hombros y dices:
-Ea.

Ser albaceteño en Madrid supone aguantar que todo aquel que conoce a un paisano tuyo te pregunte por el.
-Así que eres de Albacete. Entonces conocerás a Antonio.
-¿De dónde es, de la capital o de pueblo?
-No sé, de Albacete en general.
-Ya... Es que tenemos pueblos... Yo mismo soy de pueblo. Allí para bien o para mal nos conocemos todos, pero a los de la capital no los conozco a todos. De hecho dudo que se conozcan todos entre sí. Hay más de ciento cincuenta mil.
-No sabía que erais tantos- te dicen con preocupación, como si pensaran en nosotros como una plaga.
-Ea- contestas.

El interlocutor no descansa, tal vez por esa pasión humana de buscar puntos en común que alarguen las conversaciones. Y vuelve a atacar.

-Ya... Pero a Constantino Romero sí que lo conocerás, ¿no?
-De verlo por la tele. Además, creo que vive en Barcelona.
-Ya... ¿Y a Pedro Piqueras?
-Bueno, conocerlo... Un día lo vi en Madrid.
-¿Y le dijiste algo?
-¿Por qué le iba a decir nada?
-Como los dos sois de Albacete.
-Ya. Pero no por ello no nos saludamos todos. Y más cuando no nos conocemos.
-¿Estás seguro que eres de Albacete?
-Sí...
-Pero a los que sí que tienes que conocer es a los de la Hora Chanante.
-Pues me gustaría, pero sólo los he visto por internet.
-Qué raros sois los de Albacete.
-No. Los de la Hora Chanante sí que son raros. Luego hay de todo.

Pero puedes comprender que nos vean algo raros. ¿Qué se puede pensar de una provincia si lo poco que se conoce de ella es una vieja estación de autobuses, el tópico de las navajas, una copla rijosa sobre ancianos y unos dulces que se llaman “Miguelitos de la Roda” pero que fueron inventados no por ningún Miguel, sino por un tal Manuel y son comprados por los madrileños en una estación de servicio al lado de la Gineta? De esa combinación de lugares y tópicos no puede salir una percepción normal de Albacete.

-Yo de Albacete sólo conozco la estación de autobuses. Qué fea es- te dicen ofendidos, como si tu padre fuera el arquitecto y tú el aparejador.
-Hombre, pues mira, yo a la estación de autobuses también la conozco, ya ves. Ahora no es tan fea. La han remozado. Buen, no del todo. A los señores que están siempre rondando los aseos y te quieren ver el miembro no los han remozado pero todo se andará.
-La estación de trenes también es fea, ¿no?
-Mayormente. Pero la van a cambiar cuando pase el AVE.
-¿Pero va a pasar el AVE por Albacete? – te preguntan con asombro.
-Eso nos han dicho.
-¿Y parará?
-Esperamos. Albacete es llano pero aún así sigue resultando peligroso lanzarse en marcha de un AVE.
-Claro, claro.

Aunque en España se vendan pocos libros de poesía ser de Albacete supone estar expuesto a que la mitad de la población nacional te recuerde los versos aquellos del amor senil itinerante de dos ancianos. Y quienes no los recuerdan bien aún se atreven a pedir tu ayuda.
-¿Cómo terminaba eso del viejo y la vieja?
¿Y entonces que haces? ¿Les ayudas? ¿Les dices que no lo sabes? ¿O que terminaba en consonante?

-Pues no lo sé.
-¿No lo sabes? Yo pensaba que en Albacete os lo sabíais todos
-Pues no.
-¿No?
-No, ea.
-¿Y eso de “ea” qué quiere decir?
-Pues es difícil de definir: un poco de todo y nada de nada.
-No lo entiendo.
-Ea.
Y te vas. Y ahí se quedan.