domingo, 10 de enero de 2021

Yo no debería volver a la nieve

    Yo no debería volver a los días de nieve, como dicen que no hay que volver donde has sido feliz. No, tal vez no debería regresar a esas mañanas que amanecían blancas y libres en el pueblo, esas mañanas en las que se decidía, no se sabía bien quién ni cómo, que no habría escuela. Y no porque no pudiéramos llegar hasta el colegio, que estaba a sólo unos metros, sino porque los adultos comprendían que ese día era para el juego, para los trineos improvisados con sacos de plástico, para emboscarnos a bolazos, para levantar muñecos fugaces que siempre parecían asustados, como si ya supieran que al día siguiente serían un charco de barro, cuatro piedras y un palo, para hacer fogatas en las cuevas y secarnos y regresar a nuestra guerra tan blanca, para caminar sobre el hielo de las balsas con miedo y emoción por si se quebraba.

    No, yo no debería volver a los días de nieve, pero he vuelto, con muy poca sorpresa  y con muchos más años. No hubo sorpresa porque ahora el móvil te avisa de cuándo y cuánto nevará y leo que será el miércoles por la noche a partir de las doce y a las doce y diez me asomo a la ventana y una pelusilla blanca comienza a cubrir el asfalto. La nieve, puntual, ha llegado. 

    Se acabó la expectación de la infancia, cuando la noche anterior escuchábamos “el parte del tiempo” que daba un señor que era todo gafas mientras señalaba en un mapa isobaras, borrascas y sistemas penibéticos, un señor que, pese a la tele ya en color, siempre recordaré en blanco y negro.  Se llamaba Mariano Medina y tan sólo prometía frentes fríos y posibilidades y entonces nosotros preguntábamos y los padres nos decían que calláramos porque el parte del tiempo era una liturgia que en los pueblos se respetaba.  Y tras el parte nos íbamos a la cama con el deseo de nieve en las entrañas, con la esperanza de una gran nevada, pero entonces nada era seguro y menos algo tan frágil como la nieve y nos acostábamos en camas calentadas por secadores de pelo o bolsas de agua sin saber que éramos pobres energéticos y al poco nos levantábamos y subíamos un poco la persiana y desesperábamos porque no caía nada y al final conseguíamos dormirnos nosotros y también dormir nuestras ansias.

    Yo no debería volver a la nieve, pero he vuelto, y he subido hasta el cerro desde el que años antes me tiraba cuesta abajo sobre un saco vacío de fertilizante. Ahora hay niños con trineos de verdad en medio de un pueblo de Albacete y bajan esos niños por las mismas cuestas y sus gritos son los mismos que yo gritaba.  Ahora yo piso esa nieve con mis botas de Gorotex que no se empapan y el pisarla es como pisar una alfombra mullida y blanca. He llegado al cerro con la cámara y hago fotos y al mirarlas recuerdo que la nieve engaña a las cámaras, subexpone las fotografías y no siempre sale tan blanca como los ojos nos dicen que es. 

    Y allí en el cerro pienso que a veces la memoria también nos engaña y nos hace recordarnos más felices de lo que fuimos y que eso es la nostalgia, una farsa y un consuelo, y que tal vez yo, como Pessoa, tengo nostalgia de lo no vivido. Después decido regresar y al poco descubro que me he perdido y termino por aparecer al otro lado del pueblo. Y si hago esto en un pequeño pueblo encaramado a un único cerro, ¿qué no haría yo en un sistema penibético? Y pienso, una vez más, que no, que yo no debería volver a la nieve, a no ser que lo haga pertrechado con víveres para tres días, gps y, porque suena bien, un astrolabio.

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